jueves, 14 de octubre de 2010

Corpus Christi


Cuando llegaba el día del Corpus Christi todos los años, Rómulo siempre cerraba la herrería una hora antes para poder acudir a la celebración. Aunque no existiera en el calendario, en el pueblo todos sabrían cuándo había llegado el momento: nada más despuntar el alba todos los jueves de Corpus la plaza antigua amanecía cubierta por una espesa niebla azulina que bajaba de las montañas durante toda la noche y se iba deshilachando paulatinamente por las calles conforme avanzaba la mañana; dejando a su paso un inconfundible reguero de humedad y olor a lirios marchitos que asustaba a los niños y cuya forma de dispersarse durante las primera horas tras el alba era interpretada por las matriarcas para pronosticar la fortuna del año próximo.

Él y el resto de paisanos estaban ya apiñados en el anfiteatro de la plaza antigua antes de las doce, comiendo las habas crudas que para la ocasión se vendían en improvisados puestos callejeros mientras esperaban a que llegase la procesión y se produjera el milagro, y es que, si esta era la fiesta más importante en todo el calendario se debía a que era la única oportunidad de ver a Jesucristo que tenían labradores, barberos y mendicantes, amén de otras personas humildes, desde que en el siglo XI se apareciera el día de ánimas ante todo el pueblo durante la guerra de las tres naranjas para lanzarle a las tropas enemigas cochinos enfermos de rabia y porfiria.

Como cada año, a las doce los mozos ya habían despejado los restos de neblina azul a base de prender cartuchos de pólvora cuando los primeros miembros de la sacra comitiva comenzaron a hacer su entrada. El orden no había cambiado desde que pudiera recordarse: primero figuraba siempre la cofradía de hombres diminutos, ataviados con levita y monóculo y portando el estandarte negro que escuetamente anunciaba la procesión con la leyenda “Corpus Christi”, imbuidos de un aire tan ceremonioso que en muchas ocasiones llegaba a resultar ridículo. Detrás aparecía el desordenado cortejo fúnebre de los enmascarados, los arlequines y las plañideras de Momo, encargados de esparcir por las calles la ceniza de abedul que había quedado en los hogares tras el invierno. Tras ellos desfilaban los archimandritas barbados, que con sus báculos y medallones sólo rivalizaban en opulencia –aunque ciertamente no en seriedad- con el alegre cuerpo de pífanos del Rey, venidos desde la corte luciendo la librea verde de gala especialmente para la ocasión. Todas estas secciones pasaron ante los ojos de Rómulo antes de que la plaza comenzara a notar la sorda presencia de las matriarcas. Rodeando a la custodia a modo de guardia de honor, vestidas de luto y cubiertas por un velo translúcido de los pies a la cabeza, las matriarcas escoltaban a los dos animales que iban tirando del carro solemnemente: la yegua rellena de cera y la cebra artificial.

La custodia primitiva había sido destrozada durante la guerra por una bala de cañón que nadie pudo encontrar nunca y la actual la labró Zoilo el negro después del conflicto, repujando y dorando el metal de las corazas de cinco paladines hermanos que murieron defendiéndola ante el altar mayor de la iglesia. Desde que lo escuchó siendo un niño, Rómulo no había olvidado que las almas en pena de los caballeros habían quedado para siempre ligadas al acero y que ahora vigilarían la Sagrada Forma hasta el día en que el Juicio Final les relevase de su cometido.


Dedicado a la Bella Milita.

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