lunes, 11 de abril de 2011

Un día en el conservatorio Vol. II - Parte 1


El manto de neblina se iba densificando conforme me acercaba al antiguo edificio en ruinas. En el suelo pisaba cada vez más escombros, señal inequívoca de que -si hubiera podido ver algo a más de quince centímetros de mi nariz- estaba por fin andando sobre los restos de la antigua ciudad del emperador. Llevaba más de cuatro meses luchando contra los elementos de la selva: dejando aparte la humedad casi constante al 99%, al principio del viaje hube de cruzar el pozo de arenas movedizas que delimitaba la frontera del país, luego vinieron las lianas de Warwick, el oráculo de Xoana la sacerdotisa oscura, el desfiladero de las serpientes, e incluso pernocté una noche en el poblado de los muertos y salí victorioso de un enfrentamiento a vida o muerte con Balahir -el gigante aparente-, como para ahora no poder contemplar el fin del camino.

Después de media hora, un zumbido de insectos celebró mi llegada a las puertas del Templo. El canto de los insectos parecía tener la propiedad de despejar parte de la niebla y ahora podía distinguir detalles del edificio. Era un enorme cubo de cemento agrietado y semiengullido por las lianas de la selva, las paredes parcheadas de líquenes chorreaban humedad y de entre las grietas de vez en cuando salía, nervioso, algún pequeño lagarto multicolor que engullía un insecto y volvía a desaparecer. La puerta principal tenía aspecto de llevar muchos años abierta, y sobre ella una inscripción en lengua muerta advertía al viajero -presumiblemente- de lo que podía encontrar al franquearla.

Comencé a subir los desgastados escalones de piedra que me llevarían al interior del edificio y cual no fue mi sorpresa al tropezar en ellos con una cantimplora de aluminio. Vacía y abollada, pero lo suficientemente brillante como para suponer que no llevaba allí demasiado tiempo. Probablemente una vez flanquease el umbral no estaría solo.

jueves, 10 de marzo de 2011

Desaparecer


A las tantas bajo cubierta, después de haberte escondido como una alimaña por los pasillos sórdidos de los traicioneros pingüinos de madera que escupían pelotas de fieltro hindú (durísimo) a velocidades supersónicas. Pasando la madrugada a la fuga con T.J. Lawrence conduciendo el camión robado de la cabina de cristal, el pelucas en chándal al lado y la zorra fina de turno recostada indolentemente en el asiento de atrás. Sin un duro en el bolsillo, sin ganas de seguir con esto ni un minuto más y observando el láser verde perderse muy alto en el cielo, reflejado en la parabólica. Una noche más apretándole las garras al demonio angustiado de las gotas grises, imaginando que la única guapa de verdad llevará ya tiempo dormida. Preparando a destiempo el siguiente combate en el vértice siniestro del alba. Harto de todo y de todos. Deseando desaparecer.